Un parque cretácico y jurásico que resguarda tesoros paleontológicos
Estamos tan al oeste que hoy el sol salió a las 8, 10.
En el centro de recepción y orientación nos quedamos conversando largo
Paredones en medio de un desierto rojo que brotó del fondo de la tierra cuando surgió la Cordillera de los Andes.
Al abrir la puerta una ráfaga de pequeños y muchas aves amarillas y
azuladas, un poco más pequeñas que los gorriones, nos dan la bienvenida
invadiendo la casa y comiendo todas las migas que encuentran al pasar,
no se asustan y debo hacer mucha morisqueta para aportarlas y poder
bajar.
Me recordaron una vieja película de Hitcoch.
Recorro el
primer sendero, corto, sencillo, de plantas autóctonas, espinillos,
cardones que intentan alzar sus brazos al cielo implorando a Inti unas
gotas de agua, chañares que se desgarran mostrando su carne verde,
pequeñas tunas que se agrupan, se abrazan para ponerle más resistencia
al viento y no ser arrastradas al vacío. Cactáceas que prefieren reptar
en vez de crecer erguidas.
En este desolado paraje de 150.000
hectáreas, donde pareciera que en cualquier momento va a aparecer
volando un grupo de pterodáctilos, crecen una infinita trama de
castillos de arena esculpidos por el viento.
Un frágil mundo de
esculturas están hoy y por la mañana forman otras formas todo está en
permanente movimiento, desde hace millones de años, aunque uno no lo
vea.
Mi mente imagina, los chinitos. El perfil del león y un sinnúmero de imágenes.
Donde hoy pisa el curioso y apacible zorro, alguna vez caminaron los
enormes dinosaurios, dejando hasta hoy la huella de sus pisadas.
El
valle del Potrero de la Aguada, es una gran depresión del terreno
rodeada por los farallones de una gran muralla, toda terracota,
imponente como todo lo visto anteriormente en el Oriente. Dentro de ella
parecen erigirse los restos de un vasto imperio desmoronado, del cual
quedan los cimientos de su castillo y sus torres, que le dan un aire a
fortaleza de adobe.
Abajo, en el centro de esa gran hoyada de 4500
hectáreas, se despliega un enorme laberinto delimitado por unos
acantilados de 250 metros de altura. Un intrincado dédalo de grietas,
galerías sin salida y sinuosos cursos secos de agua, se desarrolla al
arbitrio de las lluvias y el viento con la complejidad de una mandala.
Esta formación se creó hace 120 millones de años y por su centro corre
un arroyito milenario. Desde aquí observo lo que la comunidad llama El
Ortillo o el Mogote, son las esculturas más altas de todo el parque.
El llegar a la única huella es una experiencia impresionante, porque no
se trata de una huella borrosa sino de un molde perfectamente definido
en el terreno, con una profundidad de cinco centímetros. Como sí se la
hubiese estampado ayer, se notan las cuatro pesuñas de la pata de un
saurópodo de cola larga, una especie cuadrúpeda y herbívora que fue la
de mayor tamaño en la zona.